Joaquín Rayego Gutiérrez
—» El tren camina y camina, / y la máquina resuella, / y tose con tos ferina. / ¡Vamos en una centella!». (A. Machado)
—»No olvidéis poner en hora el despertador. El tren no espera».
Las palabras de Nati me traen a la mente hermosas consejas, palabras de padre, momentos vividos en que por » errar el tren» descuidamos nuestro provecho.
A las ocho en punto de la mañana, » tout a l’ heure», la máquina se despereza entre voluntariosos gemidos. Desperdigados en los vagones un grupo de amigos viaja de Sevilla a Málaga con la intención de visitar “De Rafael a Bacon», una selección de obras maestras de la colección Abelló.
Vuelo de ángeles, el progreso muestra en ocasiones el lado oscuro de las cosas, a que no es ajena la envidia, el dinero, la esperanza de parecer, el ansia de notoriedad…
La sugerente voz de una locutora nos sitúa como actores en el interior de «El tren expreso» que cantara Campoamor, en improvisado diálogo con un enigmático acompañante. “Converso con el hombre que siempre va conmigo”, que escribió Antonio Machado.
Al paso por la estación de Puente Genil, un indecoroso cartel nos saca de nuestro sueño: en él se advierte de los terribles efectos de la diarrea:
-«Que la diarrea — dice— no te estropee la feria». ¡Vaya por Dios!
La diarrea mental ante todo, y por encima de todo, aún a riesgo de rebuznar como el burro flautista del cuento.
En el interior del vagón desfile de novedades, de estilosos modelos que lucen la firma de Emilio Gucci, de Herminia Mercado, y de otros destacados estilistas de nuestros días.
Alineados frente al ordenador, parapetados tras unas gafas oscuras, o embutidos en la pulcritud de un elegante corte de traje, un batallón de currantes hace del vagón un silencioso y feliz encuentro de funcionarios.
Incombustibles al sueño, indiferentes al paisaje, unas uñas de color rojo cereza golpean las teclas del ordenador, en sugerente armonía.
Aquí nadie protesta, ni maldice su papel en la representación.
Se cuenta de un Cínico al que el dinero libró de las garras de un pirata, para exponerle después a los caprichos de un rico, que en tan infeliz situación tranquilizó a sus amigos:
-» No temáis mi suerte. Los leones no son esclavos de los que los mantienen sino todo lo contrario: estos son esclavos de los leones».
Extraño modo de pensar de un abusado Diógenes que criticó ferozmente la riqueza y el lujo; que basó la felicidad en la independencia, y la independencia en la miseria…
Algo difícil de vender entre los consumidores de este animado parque de atracciones; salvo para quienes vivan en el interior de un barril, o en confortables “casoplones”.
Felicidad y progreso no siempre van de la mano, por mucho que el sabio diga; ni para quienes viajan en tren, ni para quienes lucen miserias en los rotos de un pantalón, en las arrugas de la chaqueta, o en la humillante mancha de un escape de próstata.
En el tren de la tarde, entre desacompasados gritos, un viajero se queja del mal gobierno de sus jefes:
—»Cómo valorar una finca si ignoro su extensión, si desconozco la productividad, y si nada me dicen de la clase de cultivo. Ni que yo fuera adivino…
No he parado de trabajar desde las cinco de la mañana, y a estas horas me piden que plantee los presupuestos, y se los envíe de inmediato», se lamenta el noble ilota dando golpes de inquietud sobre el paño de su asiento, o llenando como un globo su pecho aun a riesgo de sufrir un infarto.
«Tú que no puedes», titula una aguada de Goya en la que dos campesinos que, con gesto cansado, portan sobre sus hombros el peso de dos complacidos asnos:
—»Los pobres y clases útiles de la sociedad —se comenta en un manuscrito conservado en la Biblioteca Nacional— son los que llevan a cuestas a los burros, o cargan con todo el peso de las contribuciones de Estado».
«Tanto tren con tu cuerpo, tanto tren…», cantaba el poeta. Y viendo a mi vecino pensé que en el fondo no somos nadie, que “la única actividad decente que quedaba en el mundo es rezar”, que dijo Jack Kerouac.
Periodistas y escritores han desgranado en mil relatos sus experiencias del tren.
Bécquer, Machado, Maeztu, » Clarín», Zamacois, Blasco Ibáñez, Chejov, Isak Babel, Jan Neruda, Maupassant, Bertold Breth, Emile Zola, Boris Pasternak, y tantos otros, han hecho gala de sus dotes de observación de la realidad que les ha tocado vivir.
Para el decimonónico Eusebio Blasco, sus » Impresiones de un viaje», muestran un cierto asombro infantil ante la visión del progreso:
—»Ya estaba yo dispuesto a gritar: ¡Eh!¡Eh! Alto Sr. Caballero, no intente cortarnos el paso que este monstruo espantable, objeto de tal furia, no es sino un tren correo».
Para Ramiro de Maeztu el tren es objeto de otra clase de elucubraciones; que visto en marcha » uno de los dos ha de estar quieto: el paisaje o nosotros, que cuando decimos que todo pasa, como nuestra idea de progreso es absoluta, absoluta ha de ser también la idea de lo que no pasa, y en contraste con ella sentimos y lloramos el fluir de las cosas».
Para Buero Vallejo su visión del tren responde a la lógica del » Sálvese quien pueda». En la obra » El tragaluz», Mario, el eterno vencedor de toda suerte de historias, abandona en el andén a los suyos, en su afán de llegar “a buen puerto», y en compañía de “los buenos”.
Para Leopoldo Alas, » Clarín», en » ¡Adiós Cordera!» el ferrocarril representa el abandono de una forma de vida idílica, en disonancia con un deshumanizado mercantilismo, y con la desgarrada crueldad de la guerra.
De la misma opinión es Zane Grey que en » El caballo de hierro» nos habla por la boca de un trampero del fin de la vida salvaje en el Oeste americano, por el interés de las multinacionales, por la participación de irlandeses y chinos en la obras, por la fiebre del oro, por la colonización de agricultores, de vaqueros y de otros muchos personajes de toda clase y condición.
Ya lo expresó claramente Epaminondas, el fogoso e incorruptible tebano vencedor de Esparta:
—» El verdadero soldado no ha de tener nada suyo».
Y dijo bien, que con el estómago lleno y las ambiciones cumplidas la vida es el mayor de los regalos; pues quién si no fuera así se había de enfrentar a la fiereza de los apaches, de los sioux, y de otras tribus, curtidas por la caza del bisonte y la vida en libertad.
—»¿Adónde ir que haya paz? ¿Adónde ir que haya pan?», se pregunta Juan Martínez, el bailaor de flamenco que con precisión retratara el periodista sevillano Manuel Chaves Nogales, en una ocasión cojeando por las calles de Bucarest del brazo de su compañera Sole, en ocasiones huyendo, ya fuese en coche o en tren, de la revolución bolchevique:
—»Habíamos llegado a un régimen tal que la pena de muerte al que tenía hambre o frío parecía naturalísima».
Dónde estará, me pregunto, el hombre nuevo del que hablaba Miguel Hernández. Reaccionario o progresista, conservador o nostálgico, que con todos el oriolano hizo migas. Y así le fue… Como quiera que se llame, que sea un hombre de bien, valiente, fiable, independiente de voceros y consignas, reacio a la imposición y al patronazgo omnímodo del jefe que todo lo sabe, a las escenas de salón, que tan tajante denunció el de Orihuela; en resumidas cuentas, que tenga la dignidad de hablar por él mismo y de pedir al mismísimo César, si se encarta, que deje de hacer el papel de hombre—muro, y que se eche a un lado, para disfrutar al menos de las caricias del aire, que no tiene propietario.
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