29 de octubre de 2024

Un húsar en el frente de Peñarroya

 

Joaquín Rayego Gutiérrez

 

—“Las palabras son de otros, / a veces las pierden cuerdos, / a veces las ganan locos, / a veces las pierden todos”. (Pedro Garfias)

Ya en los albores del siglo XX anotaba Pío Baroja que el papel impreso había tomado tal relieve “que ya no va a ser el periódico el que copie lo que dicen las gentes de las ciudades y de los campos, si no que esas gentes van a copiar lo que dicen los periódicos”.

Y en esa acertada visión sobre el desequilibrio social que provoca la información manejada en interés de unos cuantos, D. Pío se quedó corto.

Y es así como se entiende que en el reino de las medias verdades, el secretismo, la propaganda y los brillos del poder, merezcan la consideración de Arca de la Alianza, con el halagüeño mensaje de un prometedor futuro y con las tablas de la ley metidas dentro de un puño.

Llegados a este punto en que el lector desconfía del moralista de turno, de sus cautivadoras mentiras, y de la falta de rigor del discurso, la presencia de un libro de memorias en que prime la objetividad sobre el adoctrinamiento es cosa de agradecer.

“Memorias de España, 1937” es un retrato al natural de las experiencias vividas, en julio del 37, por la escritora Elena Garro quien, junto a su marido Octavio Paz y un grupo de escritores mejicanos invitado a participar en el “II Congreso Internacional de Escritores Antifascistas”, visita España en tan terribles momentos en que la Historia muestra la doble carátula amarga de los finales y de los comienzos de muy distintos signos.

Los tiernos veintiún años de Elena Garro no pintan escenas de odio, ni de sometimiento a ideas preconcebidas; antes bien su mirada se complace en la visión del natural, ya sea del amable panorama de los campos de trigo y amapolas, o la de sus propios paisanos que acuden a apuntarse como brigadistas en la embajada española, y que cuando les preguntan “¿en cuál bando?” se apresuran a contestar sin ninguna clase de ambages: “En cualquiera, lo que quiero es ir a matar gachupines”.

La escritora se enternece con la generosidad del pueblo llano, en escenas como aquella en que unos ancianos, tras ayudarles a salir de un arrozal, les dan acomodo en su casa, y les ofrecen lo poco que tienen; se conmueve con la imagen de D. Antonio Machado, y de su anciana madre, vestidos de negro, como la más fiel representación del drama que vive el país; expresa con ironía las reuniones de artistas, presididas por la envidia —y en un caso concreto la de Neruda para con el peruano César Vallejo, y “la persecución que ejercía contra él”—, la buena mesa con que se regalan los congresistas, la soledad a la que se ve empujado el sevillano Luis Cernuda, la falta de higiene de Pablo Neruda, que “nunca se lavaba las orejas y las traía llenas de cerilla”…

Así mismo la joven critica el espantable silencio en que está sumido el país:

—“Porque había misterios en España: se decía en voz muy baja que Azaña, el presidente de la República, estaba en Benicarló aislado (…) pero no se les veía nunca”.

—“Se procuraba no hablar de los “paseos”, aunque todos sabíamos que se practicaban. Tampoco era grato hablar de las chekas, pues la sola palabra producía terror. ¡Era una lástima que los revolucionarios creyeran a pie juntillas en el terror!”.

En este punto se aprecia claramente que la joven sabe bien de lo que habla. No son sólo los silenciosos temores que el propio Neruda levanta ante la presencia de Ilyá Ehrenburg, un escritor soviético comisionado por el Partido para ejercer el oficio de gánster; son también los impuestos por su propio marido quien, por los comentarios vertidos por el trotkista Juan Bosch, supo nadar y guardar la ropa, como corresponde a un brillante Premio Nobel de Literatura.

Y es ese carácter abierto e infantil el que lleva a la escritora a topar frontalmente con los hechos.

Asistía a un acto de exaltación de la República, que tenía lugar en el Paláu de la Música de Barcelona, en el transcurso del cual su marido leía algunas de sus composiciones: el tan celebrado poema “¡No pasarán!”, que no había pasado desapercibido a Alberti, o la “Elegía a un joven muerto en el frente de Aragón”, unos versos en los que tomaba por referente a su condiscípulo Juan Bosch, “el camarada muerto en el ardiente amanecer del mundo”, promotor de una huelga estudiantil en México por la que fue deportado a España.

Concluido el recital, el citado personaje, que estaba entre el público, se acercó hasta Elena con gran prevención para pedirle el favor de que le gestionaran un pasaporte en la embajada mejicana, pues se sabía perseguido por militar en el POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista):

—“Me andan cazando…Han matado a todos mis compañeros…”

—“¿Quiénes?, pregunté asustada.

—“Ellos… ellos…los comunistas”.

En el lugar, unos rusos que decían ser futbolistas se prodigaban en labores de control, mientras Bosch corría a refugiarse tras una cortina, a la espera de un pasaporte que nunca le concederían.

—“Por qué era tan grave ser del POUM”, se pregunta la escritora.

Lo que por ese tiempo sería “la pregunta del millón”, encontraría en nuestros días cumplida respuesta gracias a un minucioso trabajo —“Un ramo de rosas rojas y una foto. Variaciones sobre el proceso del POUM”— que el investigador ilustra con una pormenorizada documentación.

Pero el capítulo más esperpéntico tal vez sea el que tiene por referente la vida y milagros del mejicano David Alfaro Siqueiros, un individuo más falso que su nombre, pues en realidad se llamaba José de Jesús.

Siqueiros había llegado a España, tras repetidas expulsiones de su país, como un consumado artista pictórico y un hombre de partido. Por entonces en Valencia se hablaba mucho de él y de sus conferencias, que pretendían convertir la ciudad en un enorme fresco, siendo motivo de escándalo para personas tan sensibles como el alicantino Juan Gil Albert, poco amigo de histrionismos:

—“¡Pero si va vestido de húsar austriaco!” nos confiaban los españoles mitad riendo mitad en serio”.

Y así, con la curiosidad como estímulo, los mejicanos se plantean viajar hacia Pozoblanco con el objetivo de ganar para la causa al músico José Mancisidor, en permanente estado de embriaguez y con el compromiso añadido de hacer un himno de guerra; y al tiempo para advertir al seductor de la próxima visita de Ángelica Arenal, su mujer, para que no le coja desprevenido en contiendas de cama.

Tras una recepción cordial, con sus correspondientes comentarios floridos, los visitantes pueden admirar la anacrónica vestimenta del muralista: uniforme de húsar austriaco, capa negra con forro escarlata, y botas federicas, algo que contrasta con mucho con la equipación multiforme y ajada del resto de los soldados, a tono con la necesidad y los malos tiempos.

Hasta aquí la anécdota que Elena Garro refiere sobre tan comprometido brigadista, con el remate final de su nombramiento como madrina de la Brigada 115.

El posterior relato sobre las hazañas del mejicano nos lo brinda él mismo, en un derroche de sinceridad, en su libro “Me llamaban el Coronelazo”, editado por la mejicana Grijalbo, y archivado en Internet con la posibilidad de descargarlo libremente en PDF.

En el frente de Valsequillo “el pintor de su deshonra” ejercía como Teniente Coronel, con sueldo oficial, y con autorización firmada por D. Francisco Largo Caballero. Entre sus atribuciones no estaba la de hacer un juicio sumarísimo al desertor (lo cual era harto frecuente entre tanto recluta forzoso), y mucho menos la de fusilar a un soldado sin previo aviso.

Pues bien, fue eso precisamente lo que nuestro hombre hizo.

Informado de que un joven partidario del POUM se había ido de la lengua mostrándose derrotista el coronel Juan B. Gómez, junto a su paisano y correligionario Alfaro, deciden quitarle la vida, con toda clase de parafernalia, y una buena comida para dar relieve al acto.

Salieron de Valsequillo hacia Granja de Torrehermosa, donde “se estaban efectuando en ese momento operaciones de exploración”; y en un recodo del camino dieron “paseíllo” al joven.

El primero en disparar fue Gómez, luego le tocaría el turno a David, que en éste como en otros casos no era, ni nunca fue, la representación bíblica del pequeño contra el gigante:

—“Saqué a mi vez mi pistola y disparé toda la carga sobre la cabeza del caído”.

Para cualquier observador la escena resultaría de un tono más que amargo, estomagante, pero para un español de bien, obligado a presenciar la muerte injusta de un camarada bajo las botas federicas de un mercenario, en modo alguno debió ser plato de buen gusto:

—“Y la nerviosidad del chófer se manifestó al darle la vuelta rápidamente al automóvil para regresar a Valsequillo; calculando mal la curva, se montó sobre el pretil de la cuneta y después dando un salto crispante, atropelló el cadáver del muchacho”.

En la desolada aldea, en una punta del escenario donde Joaquín Pérez Salas se significó como artillero, al tiempo que defensor de los derechos humanos, esperaban los oficiales de Estado Mayor de la 92 Brigada y el personal de Intendencia, entre los cuales se había hecho eco un fuerte sentimiento de disgusto:

—“Dos mexicanos habían matado calculadamente a un español”.

 

 

 

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