Como todos los días, voy a la cafetería de enfrente de casa, tomo asiento y cojo el periódico del día. El camarero sabe lo que quiero: un expreso italiano bien cargado, y desde la cristalera veo la vida pasar. Mientras ojeo el periódico y le doy el primer sorbo al café, veo las noticias de nuestro país. Oigo moverse las puertas de la cafetería, de repente dejo de leer el diario y me detengo a ver la preciosidad que presencio ante mis ojos. No me voy a volver a engañar y no quiero tropezar otra vez en la misma piedra, pero esa mujer me quita el sentido y hace que el tiempo se detenga mientras la contemplo. Ya son las tres de la tarde. Ella entra a jugar en otra división para mí, pero creo en los sueños y, a golpes de arcilla, como en la película de «Ghost», recreo en mi cabeza la escena con ella y escucho cómo la canción suena de fondo.
La mujer deja en el perchero su abrigo rojo pasión y lleva un vestido muy acorde a su fisonomía. El sueño sigue igual de inalcanzable, pero yo sigo en mis trece de perseguirlo. La señorita pide un té bien calentito y se sienta justo en la mesa frente a mí, cara a cara, solo nos separa la otra mesa en la que ella está sentada. La observo y el carmín de sus labios lo sella en la taza en la que está bebiendo su apreciado té. Yo tomo nota de sus medidas, y es digna de modelo de Versace. Su pelo de color castaño me hace arder en el café que me estoy tomando. Desesperado, busco la vuelta del café que me ha dejado en el platillo el camarero. La chica no deja de mirar su móvil, mientras yo tampoco dejo de mirarla a ella.
El dueño del bar se estaba dando cuenta de la situación y me guiña el ojo, como diciendo: «Entra a matar, chiquillo, es tu oportunidad». Pensé que todavía no era el momento, que todos los días a la misma hora sucedía lo mismo y que algún día llegaría el momento de ir sin titubeos, a morir en el intento. La mujer decidió coger su bolso y sus pertenencias, pero como el día era soleado, se le olvidó coger el abrigo rojo pasión. Antes de que saliera por la puerta, como todo un caballero, la avisé y se lo puse lentamente de abajo hacia arriba hasta llegar a sus hombros. Me dio las gracias y me dijo cuál era mi nombre. Tartamudeando le dije que mi nombre era Edgar, y ella me respondió sonriendo que era un nombre muy bonito, y que el suyo era Julia. Yo sin más le dije «hasta mañana», y me quedé cortado, pero citándola para mañana, porque ella atravesaba las puertas de la cafetería a las tres; siempre pasaba a esa hora a tomar el té, la joya más preciosa de toda la ciudad.
Al día siguiente, la escena pedía más acción; las tres se iban acercando, yo iba elegante para la ocasión. El tango de mi vida requería de un último ensayo. Julia esta vez se estaba retrasando. Mientras tanto, yo estaba haciendo el crucigrama del periódico, cuando en la tercera palabra se abrieron las puertas del paraíso al ver el contoneo de aquella mujer hechizada, perfumadita de azahar. Ese sería mi día, las puertas del paraíso se iban a abrir de par en par para mí. Si había alguien tan ilusionado, esa persona era yo. En todas las guerras hay un ganador y un perdedor, pero entre romanos y cartagineses, todo se sabe con las dos guerras púnicas. Entre bambalinas se cocía otra guerra, pero esta no era una guerra cualquiera; esta guerra era amorosa. Todas mis armas eran las de la seducción, y Julia era mi emperadora, mi reina, mi diosa, y aquella tarde no me iba a defraudar con su elegante vestido blanco roto y su frondoso cabello liso castaño. Ni quizás en mis mejores sueños podría imaginármela. No parecía una mujer normal, parecía de otro planeta.
La invité a sentarse frente a la mesa que había reservado. El pianista del restaurante tocaba Las cuatro estaciones de Vivaldi, y escuchaba la voz pausada y embelesada de Julia. Al instante, le serví una copa de rioja, y empezamos a entablar una conversación fluida y servilmente muy enriquecedora. Vi cómo sus ojos brillaban, como los míos. Había mucha química entre nosotros, un feeling especial, una especie de fusión de caracteres muy semejantes y a la vez elocuentes, muy homogénea. Era como ver la misma vida dos veces. Era mi otra mitad, mi otro yo, aquella persona que me complementaba, la que me sabe escuchar, la que me traspasa con la mirada, la única persona que me hace entrar en otra dimensión. Y en esa conjugación de sabores y de emociones, es con quien quiero experimentar cada día.
Por eso, la vitamina que me hace inyectar cada día a las tres de la tarde es la vitamina D, la vitamina del deseo, aquella que todos hemos tomado alguna vez a la hora de enamorarnos. No voy a detallar con todo lujo de detalles cómo acabó aquella comida de aquella tarde, porque, al fin y al cabo, todos lo hemos vivido alguna vez con la persona deseada. Y si no lo habéis vivido, pues a prepararse para cuando llegue el momento. Y si llegado el momento no sabéis qué hacer o qué pensar, pues dejaos llevar por la emoción del momento y poneos a leer esta cápsula de M’EXPRESO, que os vendrá muy bien para elegir el momento y el lugar adecuado para atraer a alguien. Pero no se trata tampoco de buscar el momento ni el lugar, se trata de que todos los astros estén alineados y que todo se deje llevar por la magia de la emoción.
Toda esta cápsula es una invitación a la ilusión de que todas las personas, sean hombres o mujeres, tengan el derecho a enamorarse, sean como sean y vengan de donde vengan. El amor es igual para todos y todas. ¿Y tú? ¿Te atreves a experimentar esta emoción?
«La vida sin amor es como tomarte un café sin azúcar».
M’EXPRESO, ¿a qué esperas para leer esta cápsula?
¡Cuidado, que esta cápsula es apta para todos los públicos!
Sergio Delgado Cintas.
En exclusiva para los lectores y lectoras de Infoguadiato
0 comentarios