30 de septiembre de 2024

Viejos conocidos

 

 
Joaquín Rayego Gutiérrez
 
 
 
 
-«Sobre tu alameda/
mi pueblo andaluz,/ arrastré la blanca/ túnica de días/
de mi juventud».
 
Hace unas fechas premiamos nuestra entusiasta dedicación como abuelos con un viajecito a Córdoba.
Fuimos a parar, como en nosotros es costumbre, al Campo de la Verdad.
A media mañana ya andábamos dando pataditas por bulerías por el paseo que lleva al molino de Albolafia, viendo las aguas pasar por caminos luminosos y recónditos a un tiempo.
 
No conozco un paisaje fluvial que comparársele pueda al de Córdoba. Todo él parece hecho a la medida de los sentidos, como un esbozo del paraíso digno de ser cantado por esos vates en los que anida un fuerte sentimiento del campo: Berceo, Ovidio, Machado, fray Luis…
 
Sobre las tres de la tarde serían cuando nos sentamos en un bar para aliviar el cansancio y reponer energías.
El paisaje lo ponía un señor que reinaba tranquilo en su mesa ante  un glorioso caldo de Moriles.
Rafael, que así se llamaba, era un vasco de Bilbao que había echado raíces a la sombra de estos parrales, y a quien no echan de aquí, según dice, ni con humo…
A este rincón viene de tanto en tanto, fuera de la vista de los suyos, para degustar el instante a pequeños  sorbitos:
 
-«No creo yo que una copa de Moriles perjudique la salud».
 
-«Ni de Moriles, ni de Sanlúcar…»,  respondo; que son dones que da la Madre Tierra,  como el barro que nos brinda su agua fresca en el tórrido verano andaluz.
¿Pues no hay quien defiende la eutanasia; por qué un «bon vivant» no puede tomar una copa de vino, o extasiarse en las volutas de un pitillo?. ¿Porque lo dijo Pedro Saputo, y lo proclama el doctor Tirtefuera, abanderados del Comité de Beneficencia del Reino?
Quien «a pan y vino» hizo camino, a fuerza de dificultades, subscribe que en su término justo un Moriles es un remedio para la salud; un néctar que anima el diálogo, favorece la circulación, previene de la depresión y aísla del ruido mediático.
 
El mazamorra es un logro de la cocina cordobesa, una suerte de gazpacho de almendras que de niño gusté en la casa de mis abuelos; éste que pedí no resiste más allá de una cucharada. Avinagrado como un berrinche, pese a los buenos modos del camarero, que amén de no abogar por «su» gazpacho tras la mala experiencia vivida, se mostró tan cortés que al salir nos dio las gracias, y aún » gracias doble» por la propina.
 
Tampoco hubo suerte con un pastel que me guiñaba un ojo al otro lado del cristal de una renombrada pastelería: una tartaleta entre sólida y líquida, entre salada y amarga, gratinada con un queso de cabra que «mala puñalá le den» que diría algún castizo.
Razón de más para volver, que una mala elección la hace cuaquiera, y si dicen que el burro no tropieza dos veces con la misma piedra…
 
Cuenta la leyenda que  a pocos pasos de aquí desembarcaron mi abuelo y su hermano en la patria chica de «El Guerra» para presenciar una corrida.
Por razones de poco peso – » Primero yo, y después » Naide», que dicen que dijo Rafael Guerra – pleitearon  hasta el punto de separar sus caminos.
A poco volvió Manuel para reconciliarse con Pablo.
Y cuentan que lo encontró echado en un banco, sesteando su conciencia. Se había jalado un papelón de pasteles, a la vista de un observador que informó a aquel buen samaritano de la glotonería de quien dormitaba a pierna suelta.
 
Como cuando el optimismo empuja hay tiempo sobrado para todo, subimos por la Concepción para desembocar en San Nicolás, Cruz Conde,  las Tendillas, Plaza de La Compañía, la Corredera, la Posada del Potro, y un largo etcétera de nombres de calles.
En la plaza de San Nicolás el edificio de la vieja «Normal» presta sus galas a un cálido ambiente donde  disfrutar en silencio de una taza de café.
Entrando por las Tendillas los acordes por seguiriya de la guitarra de » Serranito» dieron los cuartos.
A mano derecha de la plaza una esbelta columna rematada por un ángel anuncia que estamos en la Plaza de la Compañía.
 «Este arcángel de mármol que eterniza/ su vuelo vertical en piedra dura», cantó el poeta.
A sus pies una estrecha callecita, que titula del Reloj, y que en su momento atendía al nombre de Pompeyos.
En una de aquellas casas, que hacía las veces de pensión, desembarcaban por los meses de junio y septiembre las distintas promociones de Doña Felisa.
Y fue a través de una ventana abierta a la calle que pude ver la remozada intimidad de su patio andaluz, para recreo de mis pupilas.
Cuántos momentos vividos, flores secas y prensadas del Álbum de la Memoria.
 
Tolerando el paso del tiempo el Instituto «Luis de Góngora» se contagia cada año de un remozado espíritu que imprime carácter.
No os extrañe que al entrar en su patio os salga a recibir la figura menuda de José Miguel Liso, persona de trato exquisito, dispuesto a ayudar a los jóvenes estudiantes, según supe por propia experiencia; o la figura respetable del Doctor Cabanás, o de la profesora Revuelta, y  tantos otros docentes que para la gente menuda eran inquisidores de tinta china y censores ligeros de pluma; tan temidos ellos, y luego va el tiempo y nos devuelve la imagen en la fuente, convertida en nuestro vivo retrato.
Gracias por seguir ahí, en un recodo de la historia.
 
… Y casualidades de la vida: por calle Nueva adelante, en dirección a la Corredera nos sale al paso la sabia y frailuna barba de D. Francisco Rodríguez Marín.
Sendos rótulos, que dan nombre al polígrafo de Osuna, proclaman la
gloria de uno de los padres de la investigación moderna,  en palabras de la escritora Blanca de los Rios.
D. Francisco, a quien corresponde el mérito de haber reconstruido con toda clase de datos la ascendencia cordobesa de Cervantes, residió por espacio de un verano en la calle Rey Heredia, complementando tan relevantes noticias, con alguna que otra cata de amontillado.
Memoria histórica, que dicen, cual un regreso al pasado del que sentirnos orgullosos; como rueda de molino que duerme su sueño marino a orillas del Río Grande.
Sospecho que un infausto día cualquiera llegará un charlatán del montón, o un «reporter Tribulete» que digan que son ellos los importantes; y que el de la barba es un «facha» al que habría que borrar con goma «Milán» a ser posible.
A estos de gafas de culo de vaso qué poco les afecta su imagen, y la que proyecta el país.
Con llorar a su líder, como el cuadro de Villegas «La muerte de un torero», todo dan por arreglado.
 
Hora es ya del regreso.
Con la cordialidad de quien presenta un trabajo bien hecho se acerca Yasín:
 
-«¿Todo bien?», me pregunta.
Le contestó que el coche presenta mejor aspecto que cuando lo dejamos, y él sonríe expresivo.
Cuesta años conocer a una persona, pero sólo lleva un segundo  compartir una sonrisa.
A diario disfrutamos la rutina del saludo que el panadero, el frutero, o el vecino, nos regalan de puro encanto.
No seremos «oro puro», que nadie lo es; pero al punto se ve la clase de metal que somos, y lo que cada uno ofrece; y no es sólo cuestión de dinero, ni una cosa fría y neutra, ni una copia falsa de algo, ni la actitud de «turista» del político o banquero, que sólo valora su hacienda, y su montura de » hijo de algo».
La sola mención de su tierra alegra el rostro a Yasín. Cómo prescindir de esa herencia si no es por necesidad de la vida.
La presencia en el lugar de un coche de la policía desvía la situación.
Nos despedimos de la ciudad con la alegría de reconocer a los amigos de siempre, unos viejos conocidos.
 
-«Vuestros ojos que miraron
con tan discreto mirar
me firieron y no dejaron
en mí nada que matar».
 
 
 
 
 
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1 Comentario

  1. Córdoba la Bella

    Córdoba la Bella

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